martes, 20 de marzo de 2007

¡Ahí va el niño perdío!

Supongo que lo que voy a contaros es una de mis primeras evocaciones y surge en mi memoria consecuencia de las lastimeras noticias sobre la desaparición de Yéremi. Transcurría la cuarta o quinta primavera del sensible boceto de la niñez de todo niño de campo, criado en la dura década de los años sesenta. Por la tarde, mi madre y hermanos se fueron a la feria de mayo del pueblo y me dejaron al cuidado del padre. El progenitor me sentó en la estancia empedrada, que había entre la casa y la cocina; me puso en la mano un trozo de pan y un chorizo en manteca, apresuradamente extraído de la tinaja de chacinas, en la despensa. El hombre se fue a la huerta para seguir con las labores propias de la estación. Ambos estábamos como tristes, por la ausencia del resto de la familia. 

Me bajé de la silla y, supongo, me puse a jugar por los alrededores de los establos. Lo siguiente que recuerdo es una lucecita que se acercaba, abriéndose paso entre una profunda oscuridad, y un griterío que vociferaba:¡Aquí está! ¡Aquí está!¡Aquí está el niño!¡ Manolooooo! ¡Dios mío, lo hemos encontrado!... La consecutiva evocación fue la calidez del largo e inacabado abrazo de mi madre y un extraño jolgorio, impropio de esas horas de la noche. La última reminiscencia se encuentra en el ancho salón de la casa. Habían puesto muchas sillas alrededor de las cuatro altas paredes, donde se encontraban sentadas muchas personas. 

Subido en un triciclo, recorría el rectángulo mientras observaba desorientado las caras sonrientes, llorosas, cansadas pero felices, del numeroso grupo de semejantes que se habían congregado. La feria, creo que pensé (o quiero figurarme que pensé). Desde entonces, empezaron a llamarme en las huertas ¡Niño perdío¡ Al principio, no lo entendía ¿Por qué me llaman niño perdío, mamá? Luego, fui sumando más primaveras y lo distinguí. Incluso, actualmente, cuando me encuentro en Ronda con una persona, muy entrada en edad pero muy lúcida, sigue diciendo: ¡Ahí va el niño perdío! No puedo por menos que emocionarme.

Por lo visto, empecé a jugar y caí muerto de sueño en unas alcachoferas que crecían al lado de las gallinas. Claro, el padre volvió, no me encontró, buscó y buscó y pensó que me habían secuestrado o yo que sé (por aquel tiempo corrían rumores de los chupasangres, el hombre del saco o vaya usted a saber). Rápidamente, todos los vecinos de las huertas de Ronda empezaron a buscarme y así hasta bien entrada la noche, cuando una mujer, con una cerilla encendida, se le ocurrió volver a mirar detrás del gallinero y descubrió el cuerpecillo. Hoy veo en los medios de comunicación las caras de la familia de Yéremi y deseo que en un futuro a muy corto plazo, sus corazones perciban las mismas sensaciones que mis padres sintieron cuando me descubrieron. Ánimo.